Se puso de pie y apartó el mechón de pelo pegado a la cara. Tambaleando caminó hasta la puerta y de un manotazo la cerró, mientras que con la otra mano se restregaba el ojo izquierdo.
El cuarto se había tornado repentinamente en su cueva, esa cavidad subterránea donde el se sentía mejor que en cualquier otra parte.
Se tapo con la frazadita que la abuela le había tejido para su cumpleaños numero diez y que siempre lo mantenía caliente.
Últimamente prefería dormir antes que hacer cualquier cosa y el resto de las cosas las hacia por la noche. Se había vuelto un tanto taciturno y melancólico. Una de las pocas cosas que le gustaba hacer era escribir y cuando escribía el mundo dejaba de ser tan frió, para convertirse en una aventura por el espacio, por ejemplo, pues él recreaba todo lo que había en su mente en un pedazo de papel.
Pensaba que algún día seria reconocido por escribir historias que hicieran sentir bien a los demás, que los transportaran a lugares paradisíacos, que les dieran ganas de vivir, que era una de las pocas cosas que él no tenia ya.